lunes, 31 de agosto de 2015

Yanina K 1970 - 2015



Mensaje de Gonza 

Queridos amigos, profundamente conmovido por la pérdida de Yani y, por otro lado, agradecido por haberla tenido como compañera durante más de una década, les quiero compartir un texto que escribí en estas últimas semanas, atravesando quizás la experiencia más conmovedora y desgarradora que me haya tocado en la vida. Agradezco, de todos modos de corazón, haber tenido la oportunidad de acompañar a Yani hasta el final y haber aprendido tanto, a su lado en estos días, sobre el amor y la compasión.

PRESENTE CONTINUO

Me propongo pasar el tiempo. La dejo en el departamento, en su cama ortopédica ubicada en el medio de lo que hasta hace quince días atrás era nuestro living y me escapo, huyo de la montaña rusa mental con la que convivo desde hace un par de meses. Se queda con su hermana, con una amiga, con Rosa, la peruana que la cuida durante el día. Voy a la peluquería y me corto el pelo. El peluquero hace lo que quiere. No me importa. Me siento en un bar y leo un rato una mala novela que empecé hace un tiempo. Finalmente hago lo que vengo postergando, sacó la computadora y escribo. Escribo esto que escribo ahora y que no sé por qué escribo ni para quién. Yo paso mi tiempo mental tratando de que el tiempo pase. Para mí, ahora, el tiempo es un tránsito hacia el próximo estadio. Hacia la ausencia futura e inminente; hacia una nueva vida que imagino, temo y ansío en forma simultánea. Para ella, el tiempo es un presente continuo, un devenir de sensaciones y emociones incomprensibles e inenarrables. Para ella, cansada, débil, agobiada, el tiempo es todo. Un reloj de arena en el que se le va, literalmente, la vida. Contesta mensajes, habla por teléfono, da instrucciones, pide ayuda cuando no puede y, cuando puede, en un esfuerzo sobrecogedor y sobrehumano, intenta sostener su dignidad en pequeños gestos cotidianos: abre la heladera empujando su silla de ruedas y guarda un frasco de mermelada; frente al espejo se lava los dientes; y hasta se arma un porro. Todo lo hace despacio, sabiendo que no domina su cuerpo y entendiendo que cada acción es un acto de resistencia, un manifiesto de vitalidad que la sostiene y que la redime en la exaltación del instante. Vive en ese presente, habita el ahora. Cada instante es lo que puede ser, como reflejo de lo que ha sido y es también un ritual de despedida, de lo que quizás no vuelva a ser, de lo que pueda ser, en sí misma, la última experiencia repetida de las cientos de acciones metódicas, automáticas y mecánicas que hacemos todos los días sin conciencia de finitud. No lucha, no pelea, no se enoja. Sería –y lo sabe- una pérdida de tiempo. En su sabiduría, la enfermedad la guía. Nunca la vio como un enemigo. Convivió, aprendió, creció, se transformó. Crecieron juntas y nunca la vivió con miedo, enojo o rencor. Todos aprendimos de ella. Ella transita el camino que eligió. Sin rencores, sin recriminaciones, sin reproches. Nos guía a los que sufrimos, a los que acompañamos, a los que intentamos seguirla. Está claro que no nos necesita. Por momentos la molestamos. Ya sabe todo, aunque nos haga creer que hay proyectos cuando se instala en relatos de futuro. Sabe que el tiempo es ahora, que el pasado es ahora y que el futuro es ahora. Jugamos a que hay tiempo, a lo que haremos, a lo que nos hubiera gustado hacer y a lo que nos queda pendiente. 
Sabemos que ese juego es también un ejercicio de despedida: hablamos del futuro, para no hablar del pasado porque solo podemos transitar el presente.